El paseante se halla sentado sobre la base de granito que sostiene la luz de estribor del canal de entrada al puerto de San Sebastian. O dicho de otra forma: en la punta del "tontódromo" del muelle. Disfruta de la puesta de sol, contemplando como éste se refleja en los cristales de los edificios de Miraconcha, incendiándolos. De repente, observa una de las enormes lanchas rápidas de la Cruz Roja acercándose a la bocana. Dentro de ella se apretujan al menos seis niños y dos mujeres, junto al patrón y un socorrista. "Ha debido de ocurrir algo" piensa el paseante. "Seguro que son de algún velero que se han quedado sin orza, o sin combustible, o han chocado". Cuando la embarcación pasa junto al puesto de la Cruz Roja escucha al socorrista que lleva el volante preguntar a los de la caseta:
-¿Vais vosotros a por los demás? - y sin tiempo para que le contesten añade: "Deja, deja, ya hacemos otro viaje".
El paseante, preocupado, comienza a intuir que ha pasado algo grave. Sin embargo algo no encaja. Los niños ríen. Las dos mamas cantan. Todo se aclara cuando desembarcan. Uno de los niños, agarrado a la mano de su madre, pasa junto al paseante y éste escucha:
- Perder el barco de la isla está güay, eh?. Mola!
-Sí hijo, mola.
El paseante, expectante, desea escuchar algo más. Una apostilla que aclare al niño que acaban de usar un bien público, caro, que no se les va a cobrar, y que aunque sea emocinante, perder la última motora que los debe traer de la isla de Santa Clara es una irresponsabilidad y que deben intentar que no les vuelva a ocurrir. Pero sabe que no escuchará nada más. Porque es un hombre de su tiempo y sabe que si algo "mola" no hay argumentación posible.
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